La invasión del ejército ruso al estado soberano de Ucrania va a transformar nuestro mundo. Mientras algunos pensadores sitúan esta guerra en el vértice entre dos eras por las rupturas geopolíticas y económicas latentes que este conflicto va a desatar de forma definitiva, los ciudadanos europeos empezamos a sentir los efectos comerciales de esta absurda invasión que ya se ha cobrado la vida de cientos de civiles ucranios por el delirio nacionalista de Vladimir Putin. La historia de nuestra especie ha vuelto a manifestarse en formas que creíamos enterradas para siempre, revelando que tan sólo hibernaban.

Ucrania es un inmenso maizal que genera el 15% de las exportaciones mundiales de maíz. Este cereal, al igual que ocurre con el trigo, el centeno o la cebada, necesita lluvia y grandes extensiones para resultar rentable, razón por la que los exportadores netos de estos cultivos se localizan en latitudes altas. El cinturón ecuatorial y subtropical, donde se concentran los países de rentas medias y bajas, importan más de lo que envían al exterior. España, junto a Italia y Grecia, es uno de los estados más dependientes del grano ucranio en la cuenca mediterránea y el cuarto cliente mundial del maíz que produce el país invadido. Les compramos el 30% del maíz y el 60% del girasol que consumimos.

Rusia y Ucrania mueven desde los puertos del Mar Negro, hoy bombardeados o cerrados, el 30% de la exportación mundial de trigo. Los cereales de ambos países viajan hasta Egipto, Irán, Indonesia, Bangladés, Nigeria, Sudán o Marruecos, enormemente dependientes del grano de los dos estados hoy en conflicto. Otros exportadores netos europeos, como Hungría, Bulgaria o Turquía, recortan sus ventas exteriores para asegurar el consumo interno. Argentina, otro gran productor de cereal, toma la misma dirección para garantizar el abastecimiento de su población. El mercado global de cereales afronta tensiones brutales mientras la cuenca mediterránea y Oriente Medio tienen reservas para un mes: tras él, esperan precios que la semana pasada eran un 20% superiores al día previo a la invasión y que hoy ya rebasan el 27%.

El cereal está en la base de toda alimentación: va a subir el pan. Y con él toda la cesta de la compra, porque esta guerra entre gasolineras y maizales distorsiona los mercados esenciales que sostienen el resto de las actividades económicas. Dentro de unos días, cuando suba el pan, se agraven los racionamientos de aceite de girasol, de la pasta y quizá de la cerveza; recordaremos las consecuencias que trae el descuido de lo más esencial del trabajo humano, el sector primario. Porque también faltará carne. Nuestro sector ganadero llega a esta nueva crisis en situación de muerte clínica y sin capacidad para afrontar subidas del 30% en los piensos para animales, donde el insumo maíz es la base de todos los productos.

Esta semana, un grupo de cerealistas de Villena se han bajado del tractor y han dejado de trabajar. Ni con el grano un 27% más caro les sale rentable seguir llenando de gasoil las sembradoras. El cereal que se consume en España pierde con ello cientos de hectáreas de la insuficiente producción nacional. Los cerealistas, como otros agricultores, han sobrevivido a la pandemia, a la sequía y al salvaje aumento de costes en fertilizantes y fitosanitarios, pero la resiliencia tiene un límite. ASAJA Alicante alerta desde hace meses de la enorme presión que sufren nuestros productores agrícolas, pero nadie escucha la voz del campo.

Cuando algunos citricultores decidan que ha llegado la hora de apagar el riego por el precio de la energía, nuestros competidores en Marruecos, Egipto y Sudáfrica inundarán nuestros mercados con sus productos sin controlar gracias a la indolencia de las autoridades y la hipocresía de algunos importadores. En la tercera crisis económica que se solapa con la crisis estructural del campo en lo que va de siglo, los agricultores y ganaderos dejarán de poder pagar agua a precio de gasolina y plaguicidas y fertilizantes desatados, y España perderá el control de lo que produce y lo que come. Si no cuidamos nuestro campo, que sólo exige la misma solidaridad y las mismas normas comerciales que cualquier otra industria pese a ser esencial como ninguna otra, quedaremos a expensas de terceros y de los caprichos de una geopolítica que no atiende a razones.

Por eso no comprendemos cómo nuestros políticos se dan el lujo de poner en riesgo la agricultura, que en el caso de Alicante tiene el privilegio de desarrollarse en la zona donde más productiva es la radiación solar del país. Necesitamos agua, inspectores en las lonjas que hagan cumplir la Ley de Cadena Alimentaria y una regulación fiscal y laboral adaptada a los ciclos naturales y no a los horarios de oficina. De forma trágica, la realidad nos vuelve a demostrar que no se juega con las cosas de comer.

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